Hay algo que no siempre se cuenta cuando hablamos de eventos:
Las horas al sol abrasador en pleno julio, los madrugones infinitos, el frío de madrugada tras desmontar todo lo que montaste con mimo… y las críticas que a veces llegan cuando algo no sale perfecto, aunque lo hayas dado todo.
Trabajar en eventos es duro. Físicamente y emocionalmente.
Hay días de prisas, de lluvia inesperada, de tensión con proveedores, de llamadas a última hora. Hay imprevistos que no salen en la escaleta, y silencios incómodos cuando alguien no llega a tiempo.
Pero también hay algo adictivo. Algo que solo entendemos quienes lo vivimos:
Ese momento en que se apagan las luces y empieza el show.
La sensación de ver todo funcionando como imaginaste.
Las miradas de emoción en el público.
La primera risa, la primera copa, la primera ovación.
Yo —lo confieso— siempre lloro cuando termina un gran evento.
De agotamiento, de alivio, de alegría.
Y los que han trabajado conmigo lo saben.
Porque en ese instante final, en el que el caos se ha convertido en armonía, siento que todo ha merecido la pena.
Estoy aquí para eso.
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